Cerraba tras de mi la puerta con brío, y un gran suspiro, salía de mi pecho al sentirme libre de la persecución de los embozados. Pero mis males, no habían terminado, ni mucho menos. Tenía que subir la escalera. Una espaciosa y bella escalera de piedra con la barandilla tambien de piedra. Hay seis o siete escalones, luego un rellano, y en el rincón de la derecha, una enorme armadura con un espadón entre las manos, tan enorme como la armadura. Tal miedo me causaba pasar por delante, que me apretaba contra la barandilla queriéndome hacer invisible a aquel monstruo, y corría escaleras arriba. Mi corazón daba tales golpetones que me hacía mirar para atrás a ver si el hombre de la armadura me perseguía (por que siempre pensé que dentro había un hombre). Sudando, aun en invierno llegaba a la espaciosa galería con suelo muy artístico y barandilla de piedra también, llena de grandes macetas, uno de los maceteros era como una mesita que me quedaba el espacio justo para colocar la capillita. ¡Que alivio¡ Pero ¡ay¡ había que bajar. Con mi mano izquierda, me hacía una especie de manpara para no ver al temido guerrero, y a todo correr escaleras abajo, abría el portón para entrar al zaguán. Lo hacía a tal velocidad, que a los embozados quedaban tan perplejos que no les daba ni tiempo a salir de sus escondites. Así corriendo llegaba toda sofocada a mi casa. Mi madre me regañaba por llegar con tal sofocón, nunca se explicó por que tenía que llegar corriendo como alma que lleva el diablo, pero yo siempre calladita, nunca conté mis aventuras pues mi padre que tenía un gran sentido del humor y era bastante guasón, me hubiera tomado el pelo y mis hermanos le habrían hecho coro, y así la juerga a costa mía duraría de mes a mes. No se ahora por que lo cuento, debe ser que pasados los años, hasta a mi me causan risa aquellos infundados miedos
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